Quién se acuerda de Valdivia, quién se acuerda de la falta de gol, de los yerros de Bravo y de los problemas de liderazgo. Quién se acuerda de los premios que se negocian. Da igual, si Chile gana, golea y humilla a México por 7-0, se instala en las semifinales de la Copa América Centenario y le señala a todos que nadie le puede quitar el sueño de otra vuelta olímpica continental. Eso fue lo que ofreció la Selección en Santa Clara, con 90 minutos de un fútbol rutilante.
Tenía que aparecer alguna vez el campeón. El 4-2 a Panamá no era el parámetro, pero otra cosa significa enfrentar al combinado azteca en California. Contra un rival duro, contra una tribuna adversa, la Selección mostró su mejor versión desde que Juan Antonio Pizzi tomó el cargo.
Al fin se vio la fuerza colectiva por encima de las individualidades. Las coberturas perfectas, la planificación adecuada. Por las bandas, ahí donde Chile sabía que el partido se definía, las duplas Beausejour-Sánchez y Fuenzalida-Puch funcionaron con orden y osadía. Orden para defender y osadía para pasar al ataque con inteligencia.
Y apareció también ese trío de volantes brillante. Con un Marcelo Díaz casi perfecto, cerebral; un Charles Aránguiz dinámico y preciso; y un Arturo Vidal con el despliegue y el fútbol del mejor jugador del mundo en su puesto. Con estos tres encendidos, es difícil que la Roja juegue mal.
Lo sufrió México, el invicto, el monstruo de Concacaf, el que no perdía hace 22 partido, reducido a su mínima expresión. Impotente, vio los goles de Edson Puch (16’) y Eduardo Vargas (44’) que sellaron la ventaja apropiada de Chile al final del primer tiempo.
Se vendría lo peor para ellos, en todo caso. Porque Pizzi fue más vivo que Osorio y cambió su estrategia en el inicio del complemento. Había que matar, la yugular del adversario estaba expuesta, y el Equipo de Todos lo entendió. Salió a instalarse en campo azteca, a presionar la salida, y a los 49’ ya estaba con un 3-0 a favor, obra de Alexis.
México se desmoronó, pero la escuadra nacional no tuvo piedad. Esa falta de gol se esfumó, ese abuenamiento con las redes que se insinuó en el partido anterior se consolidó. Y de la mano del talismán, del hombre que jugaba con su madre internada en Santiago. Eduardo Vargas firmó un hat-trick, a los 52 y 57 minutos, para sellar una goleada de proporciones, para pisotear cualquier esperanza norteamericana. Y había más.
El famoso y tan desagradable puto que grita la parcialidad mexicana a los arqueros, se apagó entre la incredulidad y la vergüenza de una galería verde.
Porque en la cancha, simplemente, no había lucha. Sólo una cuenta regresiva para ver a la Selección clasificar a las semifinales de la Copa América. Desde 1998 que México no recibía cinco goles o más, pero Chile estaba hambriento, enrabiado quizás de tantos reproches. Se reflejó en las ganas de Vargas, quien en el minuto 74 extendió su hazaña al póker. Histórico para la Roja, nunca antes visto en la Copa América desde que David Arellano lo hizo hace 90 años.
Comando Puch, para cerrar un partido muy bueno, firmó la humillación con el 7-0 a los 88’. Notable, igualó el mayor triunfo en su bitácora futbolística. Apareció Chile en plenitud. Pizzi, quien ya había sacado de la cancha a Medel y Beausejour para evitar una suspensión por amarillas, se reía solo. No pudo salvar a Vidal, quien se ganó la tarjeta en el primer tiempo y quedó excluido del próximo duelo, ante Colombia. Y ojo con Marcelo Díaz, que salió lesionado.
Apareció el campeón de América, con letras mayúsculas. Para silenciar críticas, para sentar un precedente. Para destruir portadas que decía que en Chile estaba “el pan”. Que lo escuchen Argentina, Estados Unidos y Colombia. Nunca se debe subestimar el corazón de un campeón de verdad. Nunca.
La Tercera